¿A quién van a creer?

Las ocho de la mañana; el despertador se ha empeñado en dejarlo bien claro. Se levanta dejando otro cuerpo y otra alma que rezan entre las sábanas porque este no sea un día más.

Desde la cama se oyen sus pasos hasta el cuarto de baño: Una limpieza física y un despertar de los sentidos. Siempre sale con el pelo y la cara mojados. En unos minutos el aroma del café ya invade la casa. No se preocupa en exceso de no hacer demasiado ruido. El café cae en el vaso y viaja hasta el despacho donde las teclas del portátil comienzan a murmurar ya desde temprano. Ese ordenador de ha convertido en un arma que dispara textos y canciones más hirientes que cualquier bala.

Y desde la cama el desasosiego se derrama por el dormitorio y lo desborda entre las sombras del amanecer. Un desasosiego iluminado por la ventana que se abre para ver dónde está la ropa y no se cierra, ¿recordará que hay otra persona en la cama? Pasos ahora hasta la puerta de la calle, portazo y más desasosiego. Habrá ido por el pan.

Pero a su regreso lo segundo que se oye desde la cama, tras el nuevo portazo, es el golpe sólido del cristal de una botella sobre la encimera y el resoplido del gas de la cerveza saliendo precipitadamente. Las primeras balas salen del portátil al ritmo que marca el golpe de cada descanso del vaso en la mesa mientras el olor del tabaco sustituye al aroma del café.

La cama ya no es cómoda y tras recorrer con miedo el pasillo, desde el quicio de la puerta del despacho, llega la primera pregunta: ¿Cerveza a las nueve de la mañana? Un error más que una pregunta. La llave de la caja de los truenos. Una ducha no viene mal.

Nunca se sabe cómo pasa, pero las tormentas llegan, poco a poco, casi sin darnos cuenta, hasta descargar toda su furia sobre los incautos. Poco a poco se va notando el cambio en el ambiente, pero esperas que no vaya a más y no coges el paraguas. Poco a poco dan las once y las doce y ya han sido dos los viajes a la tienda, por suerte también a por pan, y dos los litros. Y el cielo está al límite y las nubes se colapsan con cualquier mota de polvo en suspensión... y la tormenta cae, loca, sin control, ciega, irrespetuosa, insensible.

- Si no dejas de pegarme llamaré a la policía. Estás borracha. Por favor... para ya.

- Llama a la policía, yo soy la mujer. ¿A quién van a creer?

Comentarios

  1. Por suerte el viento, tarde o temprano, sopla fuerte haciendo que la tormenta se vaya a dar por culo a otros lares y que la sufra quién quiera ponerse debajo.

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  2. Mucha más fuerza si eliminas "yo soy la mujer".
    Besín.

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  3. Si elimino "yo soy la mujer" no queda claro que en este caso quien maltrata es la mujer, ¿no te parece, Elena?

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  4. Si no te importa, pondré un enlace a esta historia desde mi página
    http://sitio.com/observatoriodelhombre/

    Saludos.

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