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La última mañana.

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Las disputas políticas y los reconocimientos internacionales no le servían para sentirse vivo. Todo ese prestigio que a lo largo de los años consiguió gracias a su trabajo, tanto sobre el papel como a los mandos de tantos aviones, le ayudarían a conseguir lo que su edad y su delicada salud le hacían cada vez más difícil. Necesitaba volar, necesitaba participar. A sus cuarenta y tres años trabajaba rodeado de jóvenes que no llegaban a los veinticinco. El grupo II/33 debía ser un hervidero de testosterona aquel verano de 1944. El briefing había terminado y los aviones estaban listos para despegar. Ésta sería la última misión tras otras ocho ese mismo año. Sus superiores ya lo habían decidido. Al día siguiente le informarían del inminente desembarco de las tropas aliadas al sur de Francia. La prohibición de volar a los pilotos en posesión de este secreto era una medida de seguridad en caso de que fuesen hechos prisioneros y, en este caso, la mejor baza para retirarle. A primera hora d