Circular de la Sierra Norte y la Vega de Sevilla. Bikepacking contra el sol.



La primera ola de calor del año 2017 entra en nuestra bendita tierra justo cuando tengo prevista mi nueva escapada. Con las vacaciones pedidas y todo preparado no me parece buena idea echarse atrás. Mi intención es recorrer una ruta que la diputación de Sevilla ha puesto en valor en los últimos meses: La Gran Circular de la Sierra Norte y la Vega de Sevilla. Mucho nombre para apenas 250 km que pretendo hacer en tres o cuatro días. Evidentemente es un recorrido pensado para senderistas, de ahí lo de tan "Gran" sobrenombre. Las fechas tampoco son exactamente las que tenía pensadas, porque el trabajo me estaba desbordando y mi estrés iba somatizándose en no sé cuantos males que llevaron a mi médico a aconsejarme una baja días antes de empezar mis vacaciones. Acepté y, aunque esto suponía en cierto modo un fastidio, adapté las fechas de la escapada a las de las consultas médicas y decidí desconectar y volver a poner los pies en la tierra recorriendo la sierra con la bici.



Día 1:

El 9 de junio, tras comprar el billete de ida (sólo para mí, porque en cercanías la bici no paga), pillamos un tren que a eso de las ocho de la mañana ya nos llevaba camino de Lora del Río. Muy tarde teniendo en cuenta que al salir del tren, menos de una hora después, ya sudábamos de lo lindo




Desgraciadamente la mañana no comienza demasiado bien y antes de bajar del tren descubro que he perdido los caros guantes que iba estrenando. En un imperdonable despiste los dejé caer en la estación de Sevilla. Supongo que alguna tienda encontraré en algún pueblo y podré sustituirlos por otros. Hago un par de llamadas para ver si los primeros están en objetos perdidos de Sevilla pero me temo que no habrá nada que hacer. Dejo a una buena amiga encargada de intentar recuperarlos.

Al bajar del tren veo al otro lado de las vías a una pareja de cicloviajeros tranquilamente sentados en un banco del andén, con sus bicicletas a un lado y repletas de alforjas, observándome impasibles. Hago los últimos ajustes a la bicicleta y sujeto bien el equipaje. El simple hecho de sacar las herramientas y ajustar un par de tornillos y correas ya me hace sudar a chorros. No son ni las nueve de la mañana. La cosa promete.

Vamos a poner a prueba los últimos cambios en la bici. Hemos mejorado todo el sistema de transmisión y cambio, y le hemos instalado una nueva suspensión y un nuevo arnés para la carga delantera. Las pruebas fueron muy satisfactorias en pequeñas salidas por los alrededores de Sevilla, pero ahora es cuando todo tiene que funcionar de verdad.

Antes de salir de la estación sigo hidratándome bien y desayuno algo ligero. A las nueve de la mañana pongo en marcha el GPS y activo el sistema de seguimiento para que mis ángeles de la guarda cuiden de mí en esta nueva aventurilla.

Salir de la localidad es fácil y rápido. Unos pocos kilómetros de carretera hasta llegar a una cantera, que pareciera no llevar mucho tiempo abandonada, y ya estoy encarando los caminos. Esta primera parte se hace un poco enrevesada y vamos alternando tramos de carretera y carriles sin ninguna dificultad. Tengo la sensación de estar todo el tiempo dando tontos rodeos, pero sigo el track.




A 11,8 km antes de Alcolea del Río me encuentro con un cartel indicador de desvío y el hecho de que el símbolo en él dibujado sea de un senderista ya me hace pensar en que los caminos no van a ser muy cómodos para la bici, pero esto es bikepacking y tiene sus ventajas sobre una bici con alforjas. La señal me deja en una bifurcación con una valla en medio que separa un amplio pero poco definido carril de un mínimo sendero lleno de maleza por el que no parecen poder pasar más que los animales. Sin pensarlo mucho me decanto por el carril. Aunque veo claramente que voy por una finca el GPS me dice que voy por buen camino. Al otro lado de la valla que he dejado a mi derecha veo la estrecha vereda llena de maleza. De repente me encuentro con una valla de alambre de unos dos metros de altura que me hace alejarme del track pero recuerdo haber leído que los autores del mismo hablaban de que tuvieron que saltar alguna valla. Por aquí es imposible saltar, de modo que sigo rodeándola para ver si encuentro un punto por donde hacerlo. Pierdo el carril y se hace difícil pedalear por entre los terrones que forman el terreno arado. En un momento determinado y ya demasiado lejos del track original descubro para mi sorpresa que no hay a la vista ningún sitio por dónde saltar. Decido volver sobre mis pedaladas pero no observo ningún paso posible. Cuando vengo a darme cuenta, y tras perder un tiempo precioso y unas energías que el calor ya había mermado de más, he vuelto al desvío habiendo recorrido tres kilómetros más de los previstos.




Habrá que probar por la vereda. Como decía era estrecha, mucho, y llena de maleza, pero se podía pasar a duras penas. Ahora sí seguía el track pero me sorprendía estar recorriendo aquel sendero en el que todo mi cuerpo sufría los golpes de las ramas de árboles y arbustos. A mi derecha, tras una cerca pude oír el ruido de un tractor, y cuando pude verlo entre los árboles paré y me puse a gritarles para preguntarles y que me sacasen definitivamente de dudas. Pararon el motor y me dijeron que sí, que pasa poca gente por ahí pero que voy en buena dirección hacia Alcolea.

Por fin voy saliendo a pistas de arena y grava que me llevan entre un laberinto de árboles frutales perfectamente alineados camino de Alcolea, a donde llego tras unas tres horas de recorrido y con la misma sensación de estar haciendo kilómetros de más.

Lo primero que hago es preguntar por alguna tienda o taller de bicicletas. No hay ninguna tienda como tal o la gente a la que pregunto no lo sabe, pero me guían hasta un taller de motos en el que además reparan bicis e incluso venden algunos accesorios. Pude comprobar en estos apenas 30 km que llevaba recorridos que la suspensión andaba un poco blanda para mi gusto y lo primero por lo que pregunté era por una bomba de aire especifica para suspensiones. La cara que me puso el mecánico fue la misma que si se lo hubiese preguntado en chino, y tras mi explicación intentó convencerme de que usase la que tenía por allí para las ruedas. Le expliqué que no me servía y después le pregunté por unos guantes. Me llevó a un desordenado mostrador y me dio los únicos que tenía. Eran de mi talla, y eran muy baratos, pero debían llevar colgados allí desde que se inauguró el taller, allá por los años ochenta me parecía a mí, porque al probármelos comenzaron a desintegrarse en minúsculas virutas negras. El hombre comprendió la situación y pidiéndome disculpas los tiró a la basura. Le di las gracias y seguí sin guantes y con la suspensión como estaba.




Me voy encontrando las omnipresentes flechas amarillas del Camino de Santiago. La próxima parada será Villanueva del Río, a sólo cuatro kilómetros. Al llegar allí el calor ya se hacía insoportable y sólo eran las doce del medio día. Hago una rápida visita a la Iglesia Parroquial de Santiago el Mayor y a las ruinas de la fortaleza/palacio de los Marqueses de Villanueva. Quiero moverme y sentir el aire en la cara y ni siquiera me paro a hacer fotos del lugar. Vuelvo a preguntar por alguna tienda y a cambio de no darme información intentan venderme un disco de no sé qué música religiosa que rechazo agradecido y muy amablemente.

Sigo mi camino hasta la población más grande de Villanueva del Río y Minas. Cinco kilómetros nos separan. La pequeña cuesta que se presenta ante mis ruedas, ni la mitad de empinadas que otras que ya superé esta mañana, se me antoja un pequeño infierno. Un camino pedregoso sin sombra alguna que se extiende por un páramo de no más de tres kilómetros. El sol abrasa y no pica sino duele. No consigo ya pedalear y acabo bajando de la bicicleta para empujarla mientras puedo. En lo alto veo un caserío y rezo por que la cuesta no suba más allá. Para mi fortuna, tras el caserío, diviso el pueblo. A eso de la una menos cuarto, y con cerca de 40ºC paro en la primera plaza que veo y entro en el primer bar que pillo a tomarme un par de cervezas.




Después de refrescarme y antes de comer me decido a explorar la zona. Busco de nuevo unos guantes sin éxito alguno. Aprovecho para empezar a preguntar por sitios para comer, zonas de acampada y otros posibles alojamientos. Incluso paro en el ayuntamiento a ver si hay algún sitio de acampada libre permitido. Un policía local me dice que no y me da el teléfono de un alojamiento. Pregunto por la Guardia Civil, pero no hay en el pueblo. Según me dice alguna gente, en la ribera del Huesna, que es el río que pasa por aquí, podría encontrar un buen sitio donde plantar la tienda. Me voy camino de la ribera.

Me encuentro una zona extensa en la que incluso hay sitio para auto-caravanas. Recorro la ribera y encuentro un sitio que no tiene mala pinta junto a un viejo chiringuito abandonado. Todo está extremadamente seco y descuidado. Hay basuras y restos que me dan una pista de lo que puede pasar allí por las noches, y hoy es viernes. Sigo río arriba hasta una pequeña presa en la que están bañándose unos chavales, pero el lugar, además, parece el aparcamiento perfecto para las botellonas de antes de buscar intimidad junto al chirinquito. Pregunto a unos chicos que andan por allí fumando yerbas ilegales y me hablan de un sitio más arriba, hacia la sierra, pasando una corta a la que llaman el Lago Azul y en los alrededores de la Ermita de Santa Bárbara. Subo una empinada cuesta que me remata y sigo sin encontrar un lugar que me dé confianza del todo, pero bueno, llegado el caso podríamos encontrar un hueco donde pasar la noche. Incluso cabe la posibilidad de meterse en un edificio abandonado que hay por allí. Es hora de comer.

Entre una cosa y otra son ya casi las tres de la tarde y me paro en el bar El Picadero, el primero que veo a mi vuelta al pueblo. Hay sombra pero no es posible parar de sudar. Me tomo una enorme cerveza ante la atónita mirada de los presentes y pido otra para acompañar a unas tapas frías que también pido. Voy preguntando a los camareros y tertulianos por posibles sitios donde parar. La verdad es que no me veo toda la tarde sufriendo las altas temperaturas en plena calle y comienzo a imaginarme bajo un techo de verdad al resguardo del solano. Me hablan de una pensión y me dan las señas de una señora que al parecer alquila alguna habitación. Cuando termino la comida voy a la pensión y me dicen que está todo ocupado. Llamo entonces al teléfono que me dio el policía y me dicen que están completos porque es fecha de comuniones y está todo reservado. Voy a buscar a la señora de la habitación, pero no doy con el sitio. Pregunto en una casa que veo abierta y con gente en su interior y por casualidad me dice la señora que su marido alquila una casa y que le va a preguntar, pero al parecer también la tiene ocupada. Me da la dirección exacta de la señora que iba buscando y cuando llego y llamo a la puerta, sin abrirme, me responde la voz de una anciana que me dice que ella alquilaba a los maestros pero que ya está muy mayor y ya no alquila a nadie. Sin verla me despido y me voy.

Vuelvo a parar a la sombra del mismo bar y ahora me pido un gazpacho bien frío. Me ponen por lo menos medio litro. Tiro de Internet y comienzo a llamar a alojamientos en los pueblos cercanos. La única opción razonable es volver a Alcolea, a un hostal de carretera en el que tienen sitio de sobra. No sé qué hacer y el calor me ha derretido los sesos sin dejarme pensar con claridad. Cuando voy a pagar el gazpacho la amable camarera se niega a cobrarme y me regala una amplia y bonita sonrisa. Acepto agradecido la invitación y me voy a una plaza que veo en el mapa.

La plaza está llena de frondosos árboles desde los que no deja de sonar un inmenso coro de cicharras. En el centro hay una fuente que acompaña al canto de los insectos con el suave rumor del agua. Me quito el casco y la mochila y me echo agua por el cuello, la cabeza, los brazos... Y me tumbo a descansar sobre un banco de piedra. Las moscas no están por la labor de dejarme echar la siesta, pero de todos modos mis pensamientos tampoco iban a ayudar mucho a relajarme. Mi mala suerte me envía la primera ola de calor en los primeros días de junio y empiezo a plantearme si no será un error seguir adelante. No tiene uno muchas oportunidades de hacer estas cosas y tampoco puede elegir las fechas a su antojo, de modo que hay que aprovechar la ocasión. Pero no puede ser sano andar pedaleando bajo este pegajoso bochorno. El aire es irrespirable.

Me dan las cuatro y media en estas meditaciones y parece que soy el único humano que está en la calle. Todo está desierto. El aire caliente se desprende visible de todo lo que me rodea. Entre seguir sin saber donde parar, aguantar quieto esta quemazón, o volver en busca de un alojamiento con aire acondicionado, me decanto por lo último. Me embadurno de protector solar y le echo cojones para coger la carretera y hacerme por asfalto los diez kilómetros que me separan de la Alcolea del Río, camino de vuelta.

El sol es implacable y me recuerda mis debilidades y lo vulnerable de mi insignificante existencia. Voy buscando como un loco desesperado algún resquicio de sombra que sólo encuentro en un escaso medio metro que me ofrece una higuera sobresaliendo de una linde al arcén de la carretera. Es patético verme allí refugiado al borde de la carretera como un perro abandonado. No pasa media hora cuando llego al Hostal Restaurante La Piscina. Me voy a mi habitación, pongo la bici a los pies de la cama, conecto el aire acondicionado y me doy una fantástica ducha. Son ya las cinco y media de la tarde.

Estoy agotado y me da la sensación de tener fiebre. Me duele la cabeza y estoy medio deshidratado. Si esto no es un golpe de calor le falta poco. Me echo en la cama y descanso un par de horas.




A eso de las siete y media decido bajar a la terraza a tomar algo. Aunque estoy a la sombra el calor sigue siendo sofocante. Así no hay forma de hacer de esto una experiencia agradable y empiezo a buscar alternativas. Haré un nuevo intento rodando desde antes del amanecer, y si mañana logro llegar a Cazalla, con una estación de tren muy cercana, decidiré allí lo que hago, pero al menos tengo que intentarlo.

Ceno temprano y bien. Pongo a cargar las baterías del aparataje electrónico y dejo todo preparado para perder el menor tiempo posible a la mañana siguiente. Intento descansar a pesar del ruido. El despertador sonará a las 5:30 de la madrugada.


Día 2:

El beep beep beep suena inmisericorde y lo último que me apetece ahora mismo es ponerme a pedalear. Salgo victorioso en mi lucha contra la pereza y después de desayunar me lanzo a la oscuridad con las luces parpadeantes reluciendo por todas partes (bicicleta, mochila, casco...). Debo parecer una especie de ovni arrastrándose por el arcén. Hasta llegar de nuevo a Villanueva del Río y Minas me desplazaré por carretera. Me incomoda siempre rodar por carretera, pero en la oscuridad voy especialmente preocupado. Por suerte no tardará en clarear y me iré relajando. Justo antes de entrar en el pueblo puedo disfrutar del amanecer, una de las cosas que siempre compensan los madrugones.

No sé hasta dónde podré llegar hoy. Como mínimo tiene que ser hasta Cazalla, pero llegar a Guadalcanal sería perfecto. La etapa de hoy me alejará de la vega y me meterá de lleno en la sierra, por lo que lógicamente es en ascenso en su práctica totalidad. Después de los diez primeros kilómetros el camino discurre por carriles amplios y fáciles o por senderos suaves y sin ninguna dificultad, a excepción de algún cortísimo tramo algo más técnico pero sin importancia. Disfruto en las primeras horas del frescor de la mañana y me impregno de los olores y los colores de las dehesas. El sol no parece ningún ogro mientras se cuela suavemente desde el horizonte entre las ramas de encinas. Algún que otro betetista me adelanta ligero y veloz o se cruza en mi camino. Me miran raro al verme cargado de bultos y me saludan cortésmente.




Mi cuñado me avisó el día anterior de que una cancela por la que tengo que cruzar suele estar cerrada con candado. Esto me preocupa pero no me queda otra que intentar pasar, y no sabré cómo hasta que llegue al lugar en cuestión. No tengo las coordenadas del lugar pero me dio una vaga descripción. La etapa de hoy me lleva casi paralelo a la vía férrea que llega a la estación de Cazalla-Constantina. Los caminos que me voy encontrando en los primeros kilómetros se convierten en absolutos rompepiernas con constantes subidas y bajadas, cortas todas pero intensas. Voy encontrando cancelas cerradas pero los caminos las bordean sin más y no me salgo del track marcado en el GPS. Y por fin, justo al cruzar por primera vez la vía, a menos de un kilómetro tras el viejo apeadero de Arenillas y el desvío al enclave arqueológico de Munigua, me encuentro con la cancela. Afortunadamente los líos legales han debido convencer al propietario de que más le valía colocar un mosquetón en lugar de un candado. Paso sin más problemas y los carriles se convierten en suaves senderos que cruzan varias fincas.

Cuando llego a El Pedroso ya se deja sentir el calor. Son más de las diez de la mañana. Devoro una barrita energética, me rehidrato sin contemplaciones y relleno el Camelbak con hielo y agua. El promedio de velocidad no llega ni a los 10 km/h. Se van desvaneciendo las esperanzas de llegar a Guadalcanal. Según me cuentan lo que queda es duro, pero según mis mapas no más de lo que ya llevo. Un poco asustado tiro millas sin perder demasiado tiempo. Sé que mientras más alto esté el sol más cuesta arriba se me hará todo, y a estas horas ya sí comienza a parecer un ogro.

Los amplios carriles ascendentes me llevan durante un par de horas más hasta un último tramo de carretera que al principio me regala un curvado, rápido y divertidísimo descenso que como suele ocurrir no durará mucho. Un corto tramo técnico más y por fin la carretera hasta el pueblo de Cazalla de la Sierra. Llego reventado a eso de las doce y media. El calor ya es aplastante y me he quedado sin agua justo antes de llegar. En la entrada a la población me encuentro con un pequeño parque repleto de sombras y con un magnífico manantial de agua fresca. Me lanzo a lo que parece un viejo y pequeño lavadero y con la taza de lata que llevo en la bolsa trasera voy vertiendo agua en una desinhibida y refrescante fiesta que es observada con cierta indiferencia por unas adolescentes que allí bajo los árboles vieron interrumpidas sus confidencias por un polvoriento y alocado ciclista con cara de muerto. Bebo pero el agua no es ni mucho menos una cerveza, de modo que, tras empapar la braga y ponerla bajo el casco, voy directo al bar que desde allí mismo veo en una terraza un poco más arriba al otro lado de la carretera.




Allí mismo, sin pensarlo mucho, me quedo a comer tras comprobar la sobrada amabilidad de la cocinera y camareros que me atienden preocupándose por mi lamentable estado. A base de cervezas y tapas frías voy resucitando poco a poco. Pregunto por posibles alojamientos y me recomiendan y me dan el teléfono del Hostal Castro Martínez. Visto el calor no me planteo ni por asomo continuar pedaleando. Llamo al teléfono pero el dueño está en el monte haciendo senderismo y me dice que pida las llaves en el bar Pachi, justo al lado, y que puedo meter la bici en la habitación. Al entrar me encuentro que tengo una terraza sólo para mí y que además tiene una manguera con agua corriente. Primero me ducho yo y después le doy un lavado a mi polvorienta Alma (que a parte de ser el modelo de mi bici me parece que le queda perfecto como nombre) en una terraza con unas maravillosas vistas. Aseado y con la barriga llena no hay nada mejor que hacer que echarse una buena siesta.

Al salir de Sevilla me propuse hacer todo lo posible por dormir cada noche en mi tienda de campaña. Siempre pensé que viajar en bicicleta tenía como una de sus ventajas el hecho de poder ir con la casa a cuestas, y por tanto permitirte cierta libertad a la hora de descansar en casi cualquier sitio, a parte de que desplazarte a pueblos cercanos para buscar alojamiento es mucho más rápido y fácil. Dormir en la minúscula tienda que llevo es una alternativa en caso de emergencia, pero veo en esa posibilidad una experiencia que sin duda puede dar muchas satisfacciones. Acampar en algún bonito lugar apartado, preparar tu cena, disfrutar de los paisajes con calma, las puestas de sol, las estrellas, los amaneceres, el café en las frías mañanas... La realidad suele ser bien distinta y el simple hecho de encontrar un lugar adecuado no es tan fácil. Fincas privadas, alambradas, prohibiciones, parajes sin vegetación o con exceso de ella... Hay mil excusas. Mi excusa estos días está siendo el calor durante el día, ni siquiera por la noche. Por la noche me bastaría con poner la mosquitera sin el doble techo. Pero mi excusa es que no soy capaz de pasar el día dando tumbos bajo los alrededor de 40ºC de esta ola de calor. Incluso pienso en lo ridículo que puede parecer ir cargando con unos dos o tres kilos entre tienda, colchoneta y saco para después no usarla. Puede parecer ridículo ir de aventurero sobrecargado con la casa a cuestas para después dormir siempre bajo techo, por muy humilde que sea. No sé, no me siento cómodo acabando siempre en hoteles, hostales, pensiones o lo que sea cuando lo que me gustaría es acampar donde me pille, pero tampoco tengo la experiencia suficiente ni la seguridad para hacerlo siempre y en cualquier circunstancia, a no ser que haya sido absolutamente necesario. Quizás tenga que salir algunas tardes en mis días de descanso con la intención de acampar en los alrededores de la ciudad y pernoctar donde sea para ir acostumbrándome a buscar sitios de forma ágil e ir cogiendo confianza con el asunto para cuando salga a futuros viajes. No es mala idea.

De momento la siesta me ha sentado de maravilla, a pesar de que me siento poco menos que como ayer en lo que a mi estado físico se refiere. Creo que de nuevo me he expuesto demasiado al calor con el sobre-esfuerzo que supone este tipo de "deporte-viaje".

A pesar del malestar, la sensación de tener fiebre, y el cansancio, la tarde se hace larga metido en la cama. Llaman a la puerta. Es Pepe, el dueño del hostal, que viene a saludar y a hacerme saber que ya está de regreso. Charlamos brevemente y quedamos en que bajaré a pagar por si salgo demasiado temprano a la mañana siguiente. Cuando lo hago pasamos un buen rato sentados en un amplio salón charlando sobre mi ruta y los caminos de la sierra. Es un amante de la montaña y un reconocido senderista que preside la Asociación de Senderistas Cazalleros. Antes de despedirnos me regala un libro de la red de senderos de Sierra Morena que le acepto muy agradecido.

Salgo a los alrededores para buscar un lugar donde cenar y tomar alguna cerveza charlando con la gente, pero a las siete u ocho de la tarde aún no hay mucho personal con ganas de salir de sus frescas casas encaladas y todo está bastante solitario. Vuelvo sobre mis pasos al único sitio que he visto abierto, que es Pachi, el Villamarín Chico, que le han puesto de sobrenombre a este pequeño templo al beticismo. Está solo el camarero y conversamos sobre lo peculiar del lugar, plagado de fotos antiguas del equipo y multitud de recuerdos de los triunfos más memorables de los verdiblancos. El sitio me trae a la memoria aquellas veces que subía al soberao de mi abuela Manuela a ver las revistas deportivas con las fotos del Betis que guardaba mi tío Miguel.






Cuando me termino mi cerveza salgo a dar otro paseo y tras darle algunas vueltas a la cabeza llego a la conclusión de que con este calor lo mejor será volver a casa y dejar la finalización de la ruta para mejor ocasión. La estación está a unos 8 km y el tren sale de vuelta a Sevilla a las once de la mañana. Está decidido.






Para cenar me voy bien temprano a la Bodeguita Granado. Está vacío a mi llegada y ni la cocina está aún en funcionamiento, pero pido mi cena y voy tomando una cerveza mientras se va preparando. Aprovecho para editar las fotos y para repasar lo que me queda de ruta hasta la estación de Cazalla-Constantina. Llega mi solomillo con patatas y doy buena cuenta del enorme plato.






Y a dormir, que viene el coco.


Día 3.

Hoy no madrugo en exceso, sólo lo justo para desayunar con calma y llegar con tiempo a la estación. Dejo la llave y me voy directo al Piñero a por una buena tostada con jamón y un Colacao. Hay varios ciclistas dispuestos a pasar el día recorriendo los alrededores y les pregunto sobre el camino que he de seguir. Me persuaden para que no vaya por el camino que tengo previsto. Me avisan sobre su dificultad y me aconsejan que use otra alternativa, que es la que ellos van a recorrer, y me invitan a acompañarles. Les agradezco las indicaciones y rechazo su invitación alegando que mi ritmo será mucho menor que el suyo. Aviso por WhatsApp de mis intenciones y no activo la aplicación de seguimiento y emergencias.

Decido seguir la ruta prevista a pesar de todo porque, como ya está marcada en el GPS, me da la seguridad de que ni voy a perderme yo, ni voy a perder el tren.






Salgo a eso de las ocho y media, y pasados apenas tres kilómetros me doy cuenta de que quizás no he tomado la mejor decisión. Los carriles que salen del pueblo no tardan en convertirse en estrechos senderos y trialeras muy técnicas que además discurren a veces por laderas con caídas más que pronunciadas.





Piedras, raíces, arbustos, despeñaderos... A veces miro abajo y me doy cuenta de que como caiga esos metros que me separan del fondo de las laderas no sería sencillo sacarme.





Extremo las precauciones. Me doy cuenta de que es la parte más complicada de todo lo que he recorrido estos días y me arrepiento de no haber puesto en funcionamiento el sistema de seguimiento, aunque tampoco decido hacerlo entonces.





A pesar de la dificultad y de tener que echar el pie a tierra en más de una ocasión para retener, empujar o echar al hombro la bicicleta para superar varias zonas complicadas, vadear algún arroyo, y pelear con la maleza, disfruto de lo lindo de unos parajes preciosos.





En ocho kilómetros caben infinidad de paisajes cuando andas por estas sierras. Por momentos maldigo la hora en que desestimé los consejos de los ciclistas del bar, porque la cosa se complica por momentos, pero no tengo tiempo que perder y sigo adelante convencido de que no habrá sitio por el que se pueda pasar andando y no pueda hacerse con mi bicicleta.





No tardo en llegar a la vía del tren y ya es sólo cuestión de seguirla por un camino fácil y bonito. Tardo una hora y media en hacer los ocho kilómetros contando el tiempo que me tomo en hacer fotos y algún vídeo.






Para mi sorpresa la estación está en ruinas. Al parecer, según pude saber más tarde, se hundió el techo de la segunda planta y el perímetro está cerrado. Tanto el edificio de la estación como el andén contiguo y la cantina están en obras. Veo además que han talado un árbol precioso que había junto a la cantina y en su lugar se forjan lo que parecen los cimientos de otra futura construcción.






Pregunto a un chico que hay allí si hay dónde comprar los billetes, y aunque es extranjero me señala las casa que hay junto al paso a nivel. Allí me encuentro a un hombre que me dice que no hay donde comprarlos y que aquello son viviendas que nada tienen que ver con RENFE, Está claro que el guiri no entendió ni papa. De modo que me voy a esperar a unas traviesas que veo apiladas al otro lado de las vías.






Dudo incluso de que lleguen aquí los trenes viendo el estado de la estación y por si las moscas llamo a RENFE por teléfono para informarme. Parece que no hay cambios en las paradas ni horarios de los trenes.


Puntualmente llega el cercanías y subo con la bicicleta. Puedo asegurarla sin problemas. Voy prácticamente solo en el tren. El revisor no tarda en venir a cobrar el billete y a dar el visto bueno a la ubicación de la bicicleta.


A cinco minutos de la salida del tren me doy cuenta de que no tengo las gafas. Miro el reloj y salto del tren corriendo por las vías desandando mis pasos hasta encontrarlas tiradas entre las piedras, vuelvo corriendo y salto al interior justo antes de que suene el aviso de que se cierran las puertas y nos vamos.


Verano.

Los meses siguientes cuentan que han sido los más calurosos desde hace más de veinte años. Durante julio y agosto apenas salí con la bici en un par de ocasiones y en septiembre otras siete, un total de 421,13 km en más de tres meses, o sea, nada. Me preocupaba no estar lo suficientemente en forma para volver a salir a la montaña, pero el calor era más fuerte que yo y hasta que no cogí las vacaciones de septiembre no me puse medianamente en serio a entrenar.

Retrasé la salida a la ruta todo lo que pude esperando que bajasen las temperaturas y adapté la fecha a los días con mejores horarios para los trenes. El lunes 2 de octubre fue la fecha elegida. El calor se iba yendo, no mucho, y el veranillo de San Miguel, como de costumbre, lo hizo volver a subir. Pero al menos no se alcanzaban ya los cuarenta y pico grados de los meses anteriores.


Día 4.

Tras darle muchas vueltas al asunto decido coger el tren de las 5:45 de la mañana. Sólo hay tres trenes que lleven a la estación de Cazalla-Constantina y los otros dos llegan allí por la tarde, de modo que para no perder un día, aumentando además los gastos, habrá que madrugar. 
A las cinco de la mañana suena el despertador y saltamos de la cama. La temperatura es buena en Sevilla y lógicamente hay poco movimiento por las calles.

Las taquillas de la estación están cerradas a estas horas y hay que comprar el billete en las máquinas expendedoras. Me voy al andén y veo dos trenes uno detrás de otro. Tras preguntar y sin tenerlas todas conmigo busco el vagón para las bicicletas y después de entrar y salir tres veces doy con el sitio. Acomodo la bicicleta e intento sacar agua de la máquina que tengo al lado, pero no funciona. Recorro el tren en busca de otra, pero no hay más. El tren está vacío, soy el único pasajero, y así seguirá siendo durante todo el trayecto. Pregunto al revisor si tenemos tiempo y salto corriendo del tren para buscar agua antes de la partida, porque no creo que hoy encuentre agua en muchos kilómetros y no quiero gastar nada de la que llevo antes de tiempo. El tren se pone en marcha conmigo dentro. No se ve nada a través de las ventanillas más allá de alguna luz. Paso la hora y pico de viaje dormitando con la excepción del momento en el que la megafonía avisa de que la ultima parada del tren será Guadajoz, y eso ni siquiera está en mi ruta. Alertado salto del asiento y recorro el tren en busca del revisor, pero no hay ni un alma. Me voy a la máquina y tras verla entreabierta llamo y abro la puerta sin solución de continuidad. Aparece el revisor. Me tranquiliza informándome de que es un error de la megafonía y me asegura que vamos a mi destino. Desconectan los avisos y yo sigo dormitando con cierta inquietud.





Pasados unos minutos de las siete de la mañana salto al andén en una noche cerrada y mucho más fría de la que dejé en Sevilla. El tren ni siquiera espera a su hora para largarse más vacío de lo que vino. Me abrigo bien y busco un sitio resguardado donde esperar a que amanezca, pero todo sigue en obras y sólo tengo a mi alcance un frío banco de metal a la intemperie mojado por el relente. En un principio me siento allí y comienzo a configurar el GPS y el sistema de seguimiento en el móvil que uso de ciclo-computador, pero no hay cobertura. Vuelvo a echar de menos tener un buen GPS de montaña que no me deje tirado cuando más se necesite. Pero la primera parte del recorrido está bien señalizada, la conozco, y si sigo aquí más tiempo me voy a helar.

La etapa de hoy, si cumplo mi objetivo de llegar a Alanís, va a ser posiblemente la más dura de las que tengo previstas en lo que a desnivel se refiere. Las dos subidas a Guadalcanal y a Alanís son las cotas más altas de la circular. Sólo queda esperar que los caminos no sean demasiado técnicos y las pendientes no sean excesivas.

Coloco la luz frontal sobre el casco y la pongo a funcionar junto a las otras de la bicicleta. Con un haz de luz iluminando el camino inmediatamente delante de mí y con centelleantes y potentes luces en la bici salgo de la estación antes de las siete y media. El frontal es más que suficiente para andar, pero a la velocidad de la bicicleta se queda un poco corto, de modo que hasta que amanezca, en alrededor de media hora, bajo el ritmo para no comerme una piedra o un agujero inesperados. Es extraño andar en bici por caminos poco conocidos en medio de la oscuridad, pero desde luego es excitante. Del suelo no veo más allá de lo que yo mismo puedo iluminar, pero en la distancia puedo distinguir alguna luz que parece muy lejana, y si levanto la vista las estrellas brillan fuertes aún.





En los primeros kilómetros bordeo la ribera del Huesna y puedo distinguir algunas ovejas y vacas tan madrugadoras como yo. Poco a poco el cielo va clareando. En media hora apago las luces y la cobertura empieza a dar señales de vida, lo justo para situarme en el mapa y no pasarme el primer desvío importante, pero vuelvo a perderla durante al menos otra media hora. Por fortuna el camino es fácil y está señalizado en algunos puntos, lo que no impide que en alguna bifurcación sin señalizar tenga que andar explorando los alrededores para tomar la dirección correcta.





Pasados unos quince kilómetros de carriles y con el sol ya despuntando tras los montes, recupero por completo, de momento, la señal de los satélites. El camino es fácil y sin desniveles especialmente duros en los primeros veinticinco kilómetros. Puedo disfrutar del paisaje y de las difícilmente explicables sensaciones de rodar durante kilómetros sin ver a nadie y rodeado de naturaleza. Voy observando los lugares que sobre el mapa me parecían buenos para acampar pero me doy cuenta de que ninguno es el más idóneo, aunque de momento eso no tiene la menor importancia.





Han pasado unas dos horas y media y me faltan unos ocho kilómetros para llegar a Guadalcanal. Empieza la subida seria y llegar al primer pueblo del día me lleva otra hora y pico más.





Estos últimos kilómetros se podrían haber reducido y hecho más fácilmente si hubiese tomado la carretera, pero no es eso para lo que estamos aquí. Aún así resulta un auténtico fastidio pelear contra las pendientes y el ripio de los caminos mientras observas a lo lejos que hay un camino más fácil y rápido que el tuyo. Te sientes tentado de buscar la carretera, pero intentas encontrar un sentido a lo que haces y aunque sepas que no vas a descubrir nada muy distinto en tan pocos kilómetros siempre encuentras alguna excusa que te exculpe de tu falta de sentido práctico. En mi caso es mi miedo al tráfico rodado y, en este caso, quiero creer que las vistas que yo puedo ver desde los montes que rodean la carretera son mejores que las que puedan disfrutarse desde el asfalto, o eso quiero pensar. A las once y cuarto estoy en la Plaza de España y me dispongo a desayunar. Pregunto sobre el estado de los caminos que hoy me quedan, pero nadie sabe decirme cómo son y todos me dan indicaciones de caminos más cortos y fáciles hasta Alanís. Yo daré otro complicado rodeo que me seguirá adentrando en la sierra.





La salida de Guadalcanal, a medio día, es algo complicada y aún sigue subiendo. Los senderos que encontramos tras cruzar la vía del tren se pierden entre la yerba y hay que estar atentos al GPS. Tuve que andar dando vueltas hasta dar con el camino correcto y me aleje varias veces del track, hasta que tiré campo a través para volver a retomar la senda correcta. Superado este pequeño tramo confuso volvemos a los carriles y muy pronto llegamos a una carretera estrecha y en bastante mal estado que nos llevará casi siempre en leve cuesta abajo, con alguna subida cansina de por medio, por unos paisajes hipnóticos y despejados desde donde podemos contemplar a nuestra espalda la sierra que acabamos de bordear y cruzar, hasta la Ermita de Guaditoca.





Son ya más la una del medio día y rodeo la ermita observando sus posibilidades como sitio de acampada. En primavera debe ser un sitio precioso, pero tras el verano esto es un secarral lleno de basura con un eucaliptal bajo el que se disponen mesas y barbacoas en bastante mal estado. También hay servicios públicos que ahora están cerrados. Es el típico sitio preparado para las romerías pero que ahora, a juzgar por los restos que se ven por el suelo, parece funcionar sólo como picadero para los jóvenes que se acerquen aquí con sus coches. Hay también un espacio techado a modo de gran caseta de feria sin paredes pero con vallas bajas y suelo de hormigón que en un momento dado te podría sacar de un apuro. El calor aprieta y me siento un rato en una mesa del sucio entorno a descansar un poco y comer algo de lo que llevo encima. Ya puedo ver que el camino que debo seguir se adentra de nuevo entre montes y vuelve a subir. Me voy mentalizando de lo que viene.





Recorro ahora el límite con Extremadura. A ratos las pendientes son demasiado acusadas para mis fuerzas y me dedico a empujar la bicicleta más tiempo del que me gustaría. La zona es preciosa pero se me está haciendo muy difícil. En cuanto veo un sitio donde descansar cómodamente a la sombra, a eso de las dos y media, paro y me pongo a hacer fotos.





Pero no me entretengo demasiado. Es tarde, aún queda camino y tiene pinta de no ser fácil. Antes de continuar compruebo que al usar el mismo dispositivo como GPS para seguir y grabar los datos de la ruta, y además como sistema de seguimiento y emergencias, la batería se está gastando demasiado rápidamente. Coloco la powerbank cerca del manillar en la bolsa del cuadro y saco un cable directo al smartphone para solucionarlo.





Sigo avanzando y subiendo por senderos demasiado secos. El calor y el cansancio me lo ponen difícil. En lo que parece una vieja cantera abandonada vuelvo a tener problemas para encontrar el camino, pero no cuesta demasiado tiempo retomarlo tras dar varias vueltas por la zona mirando el GPS. Me dan las tres y media y comienzo a agobiarme al ver lo que me queda aún. Apenas he comido y ya no me queda nada más que llevarme a la boca. Procuro dosificar el agua para que me dure hasta el final. Me paro, tomo aire, e intento recordar que no estamos aquí para batir ningún récord o para pasarlo mal. Estoy en un sitio precioso y decido tomármelo con calma y disfrutarlo. A la sombra no se está mal del todo y extiendo en el suelo la kufiyya que había preparado para estas ocasiones y que casi tenía olvidada. Me echo una pequeña siesta mientras se evaporan el agobio y el sudor y vuelvo poco a poco a un estado aceptable de relajación.





Vuelvo a pensar en la acampada y no veo dónde hacerlo de forma cómoda y segura. Quizás haya algún sitio más allá de Alanís, pero, ¿y si no? De cualquier forma tengo que llegar a Alanís para conseguir agua y comida, de modo que ya veremos. Pierdo la noción del tiempo y recojo mi improvisada instalación de la siesta. Continúo mi camino. Deben faltarme unos siete kilómetros para llegar, pero hay que seguir subiendo por senderos, quizás una hora y media o dos. Me lo tomo con calma y aún tomo alguna otra foto. 

En esas iba cuando a punto estuve de dar con mis huesos en el fondo de una enorme zanja que parecía hoyada por una escorrentía. Mientras me recupero del susto reparo en una señal que había visto unos metros atrás colgada de un árbol y a la que no presté demasiada atención. Avisaba de un peligro que no concretaba y pensé que el peligro era la propia rama del árbol de la que colgaba la señal, y me pareció raro. En la zanja cabíamos perfectamente la bicicleta y yo enteros, pero había por donde rodearla y pasarla de forma digna y segura.





Una media hora después, tras una corta y fuerte bajada, al llegar a un cruce de carretera, paro a mirar el GPS y veo que el camino marcado sigue subiendo por la sierra para después volver a bajar a Alanís. La carretera que tengo ante mí acorta un poco el camino y no me hace subir tanto, al contrario, me hace bajar rápidamente y después volver a subir suavemente hasta el pueblo. Esta vez no busco excusas y sigo la carretera. En poco más de un cuarto de hora estoy en el pueblo. Y como os imaginaréis salto de la bici en el primer bar que veo. Dos cervezas entran como el agua y comienzo mi ritual de preguntas.

Ya es tarde para comer en ninguno de los bares que hay abiertos, pocos, muy pocos, así que me conformaré con alguna tapa fría hasta que vea dónde comer. Con respecto a la acampada nadie sabe dónde podría hacerlo de no ser en alguno de los campings cercanos a San Nicolás del Puerto, a otros quince o veinte kilómetros. En el bar me indican un hostal cercano al que me dirijo enseguida. La dueña sale a atenderme a la calle y me dice que no tiene sitio libre, pero me da el teléfono de una amiga que al parecer alquila un par de pisos en una casa del pueblo. Además hay un alojamiento rural que vi en Internet. Llamo al nuevo número pero no responde nadie. Me dirijo al alojamiento rural y está cerrado, pero hay un numero de teléfono en la puerta. Llamo y me cuentan que tampoco hay sitio, que hay una especie de festival en San Nicolás y que está todo ocupado. Esto me hace descartar definitivamente la opción de llegar a San Nicolás y empieza a cobrar fuerza la posibilidad de buscar dónde acampar más allá de Alanís. Pero antes vuelvo a insistir con el teléfono que me dieron y esta vez sí hay suerte. La casa está vacía y tiene un par de pisos libres. No están preparados pero eso no me importa mucho. Quedo de inmediato con la dueña de la casa y cuando llego la veo entrar con las sábanas y las toallas que me dejará. Me da el piso de arriba, amplio, limpio, cómodo y con acceso a la azotea. En estas llega el marido y nos sentamos un rato en la mesa de la cocina a charlar como si nos conociéramos de toda la vida. Al parecer el padre había muerto el día anterior y acababan de llegar del funeral. Esa debió ser la causa de que no hubieran podido alquilar antes el piso. Me dan indicaciones sobre dónde puedo intentar comer o comprar comida en su defecto.

Estoy lleno de polvo y restos de yerba seca por todos lados. La ducha es toda una bendición y la cama no se queda corta. A las seis de la tarde por fin puedo descansar como un marajá. El dormitorio que he elegido entre los dos disponibles tiene un balcón por el que entra una agradable brisa. Escucho a la gente pasar y a las vecinas que están sentadas un par de puertas más allá charlar serenamente. Descanso plácidamente durante un par de horas y después me voy a buscar los sitios donde me han dicho que puedo cenar, pero está todo cerrado, debe ser que es lunes. Entro en un supermercado y compro algo para cena y desayuno. La azotea es un buen sitio para terminar la faena y no tardo en irme de nuevo a descansar.





Día 5.

Hoy no estoy especialmente preocupado ni tengo prisas porque los pueblos se suceden con más frecuencia a partir de aquí. No tengo muy claro hasta dónde voy a llegar, pero no quiero adelantarme al terreno. Será la geografía quien me vaya diciendo dónde quiere que pare.




A las ocho y pico recojo el piso, lo preparo todo y salgo con calma a desayunar. Antes de las nueve ya estoy en las afueras del pueblo enfilando los primeros senderos y carriles que me llevarán a San Nicolás del Puerto.




Por la mañana todo parece más acogedor y amable y al poco de salir encuentro algún sitio en el que no me importaría acampar llegado el caso, pero posiblemente me lo parezca ahora que no lo necesito y visto a las tres de la tarde no me pareciese tal cosa.




Pienso en que quizás el asunto sea viajar en épocas en las que el calor no sea tan terrible y poder pedalear todo el día desde la mañana al anochecer. Que la noche te pille en cualquier sitio es sin duda un buen aliciente para encontrar dónde acampar. Disfruto de esta primera hora de la mañana. La luz es nítida, limpia, casi sólida, y los colores estallan en contraste con sus propias alargadas sombras en una especie de exagerada textura de tejidos naturales. El seco paisaje no es tan fiero al amanecer.




Voy saltando de una finca a otra abriendo y cerrando cancelas por caminos suaves y generosos que me llevan casi en volandas a mi primera parada antes de que el sol se sienta fuerte.




Subo a la parte alta de San Nicolás y en un bar relleno la bolsa de agua y me siento unos minutos a tomar una bebida isotónica y comer algo más. Es temprano pero se aprecia la resaca de las fiestas. Carteles psicodélicos, furgonetas camperizadas y gentes de coloridos pelajes delatan la causa de la falta de alojamiento en la zona.

Presiento, tras el día de ayer, que hoy tampoco va a ser fácil. Salgo de nuevo al campo por caminos ya conocidos durante varios kilómetros, y antes de entrar en lo desconocido veo que el track se desvía de nuevo del camino lógico (para quien no tiene tiempo de recrearse en el paisaje) y se adentra en nuevos rodeos que espero que tengan alguna recompensa. Es una pena que los campos no estén tan verdes como en las fotos del satélite.

Subimos lentamente y la ortografía nos regala las primeras panorámicas de la sierra de este día. En apenas otra hora desde la última parada llego a la cota más alta de la etapa. Son algo más de las once y Lorenzo empieza a ponerse desagradable.




Alguna fuerte bajada y cuando la pendiente vuelve a ponerme las cosas difíciles hago un pequeño descanso bajo una encina. Los frutos de estos árboles están por todos lados. Me asaltan algunos recuerdos de mi niñez, cuando mi padre llegaba a casa con alguna bolsa de bellotas. Creo que deben ser bastante energéticas. No me resisto a comer dos o tres y me temo que si sigo comiendo esto me voy a quedar sin agua intentando hacerlas pasar gaznate abajo. Reviso el GPS y veo que me he vuelto a perder. No he visto ningún desvío y vuelvo atrás buscando por donde salir del camino. Hay una zona con senderos poco marcados por donde no debe pasar ni dios. Me cuesta dar con el track pero tras un par de incursiones por los senderos, por llamarlos de alguna manera, me pongo sobre la linea trazada en el mapa.




Durante unos cinco kilómetros, que me parecen cincuenta, voy subiendo por un sendero con un vallado de alambre a mi izquierda tras el que puedo ver un reluciente carril que supongo que pertenecerá a una finca privada, porque no hay por donde acceder a él. El sendero por el que yo circulo es estrecho, cuando se le puede llamar sendero, y va desapareciendo y volviendo a aparecer a su antojo. Generalmente sabes que vas por buen camino cuando ves huellas de pisadas humanas o de neumáticos de bicicletas, pero en esta ocasión sólo veo huellas de cascos y herraduras. Me dedico a sortear ramas de árboles y arbustos y procurar no pisar nada que pueda pinchar mis ruedas mientras subo casi constantemente haciendo malabares para mantener el equilibrio sobre la bicicleta. Paro de vez en cuando a mirar el GPS, no puedo creer que esto sea el camino marcado por los técnicos de la Diputación, o sí. Hago zoom sobre el mapa y no salgo de mi asombro. En el GPS se ve bien diferenciado mi sendero junto al contiguo carril. Vuelvo a acordarme de los autores de guías y mapas y me vuelvo a cabrear hasta con el último de ellos profiriendo toda clase de insultos y maldiciones. Está cada vez más claro que esta ruta está pensada para hacerse a pie y no comprendo cómo a algún desgraciado se le ha ocurrido clasificarla como ciclable. Creo que tengo que cambiar mi mentalidad. Esta modalidad de "cicloturismo" consiste precisamente en llevar la carga distribuida de tal manera que me permita pasar por donde otras bicicletas no pueden, es decir, por senderos como este. Quizás deba estar feliz por poder recorrerlos. Pero me cuesta sentirme contento en plena contienda. A veces paro y estudio la valla y el carril que hay al otro lado y alguna vez, harto de pelear contra la vegetación, pienso en la posibilidad de sacar los alicates y abrirme hueco a través de la alambrada, pero no tardo en descartar tamaña insensatez. Hago de tripas corazón y sigo adelante con paciencia y tesón. Tengo que pasar algunas cancelas pero ninguna me lleva al carril. Es desesperante y procuro disfrutar de los paisajes y de la situación.

A falta de unos diez kilómetros se acaba la tortura y por fin salgo al puñetero carril justo a tiempo de girar al sur camino de Las Navas de la Concepción. La pendiente se hace negativa y voy bajando sintiendo el refrescante aire que me alivia el calor ya sin parar ni para hacer una simple foto hasta llegar al pueblo.

Sólo 35 km en unas cuatro horas. Pero por hoy ya está bien. No quiero seguir sufriendo contra el sol. Doy una vuelta por el pueblo y mientras me tomo la primera cerveza me informo de los posibles alojamientos. Ya me avisan de que no es fácil porque los maestros lo ocupan casi todo mientras encuentran o no casa de alquiler, pero no me preocupo demasiado y me dirijo al único hotel que parece haber en el lugar. Por el camino veo a la policía local y paro a hablar con ellos para ver si hay posibilidad de acampar en algún sitio. Su respuesta es clara y contundente: "Absolutamente prohibido". La única opción que me dan si no encuentro alojamiento es irme a otro pueblo, pero eso es lo último en lo que pienso y ya me veo infringiendo la ley. Hace un calor de mil demonios y rezo para encontrar un sitio fresco donde descansar.

Cuando llego a la Plaza de la Constitución no consigo localizar el hotel. Sólo veo una casa rural, La Valerosa, que parece cerrada. Acabo entrando en un bar justo al lado a preguntar. Me atiende una extraña señora que me dice que el hotel es ese, La Valerosa, y que es allí, que se entra por el mismo bar. Se interesa por mi medio de transporte y me dice que hay sitio y que puedo quedarme sin problemas y tengo donde guardar la bicicleta. Puedo comer allí mismo. La señora se llama Rosalía y su amabilidad no me permite dudar ni por un instante que pasaré allí la noche. Antes de subir a la habitación ya me ha preguntado qué querré comer y me invita a subir a ducharme recordándome que si necesito cualquier cosa no tengo más que avisarle. Acomodo la bicicleta y me recompongo antes de la comida.




Gazpacho y huevos fritos con patatas y chorizo, ¿alguien sabe de la existencia de manjares más exquisitos? Lo devoro todo con fruición desmedida y tras unas dulces mandarinas me voy a descansar. En la habitación pugnan el aire acondicionado y el sol, que atraviesa los cristales de la ventana orientada al suroeste, para ver quién es más fuerte. La tecnología, para mi gozo, gana la partida.

Tras la siesta repaso los mapas y tengo mis dudas sobre el día siguiente. Dependiendo de cómo estén los caminos dormiré en La puebla de los Infantes o llegaré a Lora del Río, pero eso lo sabré mañana. Visto lo visto no me atrevo a adelantarme a la realidad. Lo que tengo claro es que no quiero andar haciendo esfuerzos pasado el mediodía.

El verano ha traído algo bueno y también dedico algún rato a cultivarlo en la distancia, como todos los días desde hace algún tiempo. A veces la vida te sonríe sin remilgos y esta vez me ha tocado a mí de una forma absolutamente inmaculada.

A eso de las ocho menos cuarto bajo a tomar algo y preguntar por la hora de la cena. Al llegar al salón me lo encuentro todo cerrado y a la familia durmiendo plácidamente alrededor de la tele encendida. La puerta sólo se abre desde dentro, de modo que si salgo tendré que despertarles para poder entrar de nuevo. Prefiero no molestar y me vuelvo a la habitación.

Una hora más tarde bajo de nuevo y todo funciona con normalidad. Doy un paseo y regreso a tiempo de ver en la tele algo que me deja un tanto desconcertado. Pareciera que había viajado en el tiempo. Mientras un señor se toma un vino en la barra, el marido de Rosalía trastea en el fregadero y ella cocina allá adentro, el rey de España se pone ante las cámaras de televisión para dirigirse a sus súbditos. No entiendo porqué, y no presto mucha atención a las palabras de un tipo que sigue resultándome extraño, pero me quedo hipnotizado ante la pantalla mirando aquel sórdido espectáculo sin sentido alguno para mí. Me vienen recuerdos de un día de otro largo viaje en el que desconecté por completo de la realidad del país cuando alguien entró vociferando en la habitación del albergue en el que me hospedaba: ¡El rey ha abdicado! Aquella situación me pareció tan extraña e irreal como ésta.

Por fin aparece el plato de solomillo al quejigo con un aroma irresistible. A mediodía lo olí pasar y le pregunté a Rosalía cómo lo hacía. Sólo me dijo que venía mucha gente exclusivamente para comerlo y no podía darme la receta. Había que probarlo. Lo acompaño con un vino tinto. Los problemas de políticos de este país lleno de gilipollas no me impiden en lo más mínimo disfrutar de la exquisita carne que ha preparado mi anfitriona.

Como pretendo salir temprano le pregunto a la casera si puedo pagarle ya y desayunar a eso de las siete y media antes de salir, pero me dice que ella tiene que ir por la mañana a una analítica y que de cualquier forma ella no se levanta tan temprano, pero que la puerta estará abierta y podré salir cuando quiera. Me encanta su declaración de principios y le pago la cuenta despidiéndome de ella con cierta pena y agradeciéndole muy sinceramente sus atenciones y piropos, que también los hubo.

El calor y el sobre-esfuerzo me vuelve a provocar esa desagradable sensación de tener fiebre, y antes de dormir, tras dejarlo todo preparado, me tomo un Ibuprofeno y me pongo Fisiocrem en las rodillas y el cuello. Programo el despertador a las siete de la mañana y me voy a dormir.


Día 6.

Salto de la cama a la hora prevista y me voy a desayunar a la plaza de España. A las ocho de la mañana empezamos a pedalear sin saber muy bien dónde acabaremos la etapa. Quedan 60 km hasta Lora del río pero no sé como serán los caminos que me encuentre. Hay dos hitos importantes: Uno será la subida desde el embalse de Retortillo por el GR-48 bordeando el parque hasta el cortijo del Saucejo y, el otro, si llegamos a buena hora a La Puebla, la subida desde allí a las proximidades del Cerro santo.

Para empezar damos un rodeo de 8 km por carriles fáciles que nos evita un pequeño tramo de carretera y nos permite disfrutar de la mañana entre arboledas. Después nos incorporamos a la SE-141 y la recorreremos durante otros 12 km hasta el desvío en el Embalse de Retortillo. Afortunadamente el tráfico es escaso y salvamos el asfalto en un abrir y cerrar de ojos. Estos primeros 20 km son casi siempre de bajada y me llevan algo más de una hora.




La primera subida recorre parte del GR-48 por un carril con mucha graba y piedra suelta que bordea el parque por su parte sureste. Subir esos cinco kilómetros me lleva otros 50 minutos.




Desde allí me lanzo cuesta abajo por otro carril que me dejará ocho kilómetros después en La Puebla de los Infantes tras sólo veinte minutos. Son algo más de las diez y media de la mañana y está claro que hoy llegaré al final de la circular. Me permito parar en un bar a descansar tomándome algo.

El pueblo está en fiestas y las calles están adornadas con lo que parecen estandartes medievales. En la terraza del bar en el que paro hay algunos paisanos que al ver mi medio de transporte lo comparan con un borriquillo. Empiezan una discusión sobre si es mejor o no que un borrico. El dilema es que con este trasto hay que pedalear, pero a cambio no come, pero tú si comes, pero tu comida sale más barata que el borrico, pero esas bicis son caras, pero no tanto como un borrico... Y así un buen rato mientras yo les escucho sin entrar en la controversia. Tras el pequeño descanso me despido de los tertulianos y comienzo la última gran subida de la ruta. Desde lo lejos he podido ver las elevaciones y me han puesto algo nervioso. La pendiente que hay a la salida del pueblo pone los pelos de punta y se me hace imposible pedalearla. Un señor que se cruza en mi camino me saluda con una socarrona sonrisa y un sonoro "mal camino para las bicicletas" .




Desde lo alto del pueblo puedo ver las torres del castillo engalanadas para las fiestas y me voy haciendo a la idea de que voy a sufrir hasta llegar arriba. El sol ya aprieta a partir de las once y no hay casi sombras donde descansar. Subir los próximos tres kilómetros y medio me costará otros cuarenta minutos. Pero arriba disfruto de las magníficas vistas de toda la sierra norte y al mirarla me enorgullezco de haberla cruzado en mi montura casi a ritmo de borrico. Me dan cerca de las doce disfrutando del paisaje y me apresuro a bajar a la vega.




Tomo rápidos carriles y algún tramo de carretera en el que sufro las consecuencias de la falta de respeto de un malparido que pasa por mi lado en dirección contraria en una furgoneta a unos 80 km/h echándoseme encima en el último momento y casi rozándome. Me da un vuelco el corazón y tengo que parar para tranquilizarme. Su velocidad me impide ver a tiempo la publicidad que llevaba en el lateral. Le maldigo mil veces y vuelvo a confirmar que tras varios días perdido por el monte sin sobresaltos puede ser un mierda descerebrado el que en cualquier carreterucha me joda la vida.




Los diez kilómetros de bajada que me hacen abandonar definitivamente la sierra pasan en apenas media hora. El paisaje cambia drásticamente y el matorral y el bosque dejan paso a los campos de cultivo de la fértil vega del Guadalquivir. Durante una hora recorro los polvorientos caminos del valle que me llevan hasta Lora del Río bajo un sol abrasador. Apenas un árbol en quince kilómetros.




Busco la estación y compruebo los horarios de los trenes a Sevilla. Tengo tiempo de comer antes de que salga el cercanías y a las dos de la tarde me estoy comiendo un señor menú que me dejará como nuevo.




Cuando corro para entrar en el tren buscando el vagón para las bicicletas un tipo me pregunta la hora a la que sale, y aunque me da la impresión de que él ya lo sabe le informo de que será a las tres. Me da las gracias y acomodo mi bicicleta en el lugar que le corresponde. El tipo de antes se sienta cerca y me da las gracias por informarle mientras se queja vehemente y amargamente de lo estúpida que es la gente, que cuando ve sus pintas ni siquiera le da la hora. Después pasa a elogiar mi amabilidad y a explicarla argumentando que yo hablo con él porque somos iguales y nos entendemos. A decir verdad el tipo me parece un fanfarrón y un adulador. Me siento junto a él temiéndome que tendré conversación para rato, pero es el mejor sitio desde donde vigilar mi bicicleta. El tipo me cuenta mil historias de su vida y milagros, y sigue preguntándome y alabándome al conocer algún detalle de mi viaje. Yo espero que en cualquier momento me pida tabaco o dinero y me doy cuenta de que anda un poco nervioso vigilando si viene o no el revisor. Él mismo me confiesa que no tiene billete y que se baja en Guadajoz, pero lejos de pedirme nada me da su nombre, que no recuerdo, y me cuenta que todos le conocen en el pueblo y, que si paso por allí, le busque para lo que necesite. Llegada su estación nos despedimos agradecida y afectuosamente y yo sigo a solas mi camino a Sevilla editando algunas fotos.

Vuelvo a casa con otra ruta en el saco, quemado por el sol y con la seguridad de que haré todo lo posible por no volver a enfrentarme a las fuerzas estivales en su propio terreno.

Nuestra tierra es maravillosa. Pero está visto que aquí, las bicicletas, no siempre son para el verano.




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